15

    
    Pasaron los primeros días en un remolino. Trabajaba sin descanso y salía muy poco, apenas lo justo para dar un breve paseo al caer la tarde. Solía cruzarme entonces con alguno de mis vecinos: la madre y el hijo de la puerta de enfrente amarrados del brazo, dos o tres de los niños de arriba bajando la escalera a todo correr o alguna señora con prisa por llegar a casa para organizar la cena de la familia. Sólo una sombra enturbió el quehacer de aquella semana inicial: el maldito traje de tenis. Hasta que me decidí a mandar a Jamila a La Luneta con una nota. «Necesito revistas con modelos de tenis. No importa que sean viejas.»
    -Siñora Candelaria decir que Jamila volver mañana.
    Y Jamila volvió al día siguiente a la pensión y regresó de nuevo con un fardo de revistas que apenas le cabía entre los brazos.
    -Siñora Candelaria decir que siñorita Sira mirar estas revistas primero -avisó con voz dulce en su torpe español.
    Llegaba arrebolada por la prisa, cargada de energía, desbordante de ilusión. En cierta manera me recordaba a mí misma en los primeros años en el taller de la calle Zurbano, cuando mi cometido era simplemente correr de acá para allá haciendo recados y entregando pedidos, transitando por las calles ágil y despreocupada como un gato joven de callejón, distrayéndome con cualquier pequeño entretenimiento que me permitiera arrancar minutos a la hora del regreso y demorar todo lo posible el encierro entre cuatro paredes. La nostalgia amenazó con darme un latigazo, pero supe apartarme a tiempo y escaquearme con un quiebro airoso: había aprendido a desarrollar el arte de la huida cada vez que presentía cercana la amenaza de la melancolía.
    Me lancé ansiosa sobre las revistas. Todas atrasadas, muchas bien sobadas, algunas incluso con la portada ausente. Pocas de moda, la mayor parte de temática más general. Unas cuantas francesas y la mayoría españolas o propias del Protectorado: La Esfera , Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Marruecos Gráfico, Retama. Varias páginas aparecían con una esquina doblada, posiblemente Candelaria les había dado un barrido previo y me mandaba señaladas algunas hojas. Las abrí y lo primero que vi no resultó lo esperado. En una fotografía, dos señores peinados con brillantina y vestidos enteramente de blanco se estrechaban las manos derechas por encima de una red mientras en sendas izquierdas sostenía cada uno una raqueta. En otra imagen, un grupo de damas elegantísimas aplaudían la entrega de un trofeo a otro tenista masculino. Caí entonces en la cuenta de que en mi breve nota para Candelaria no había especificado que el traje de tenis debía ser femenino. A punto estaba de llamar a Jamila para que repitiera su visita a La Luneta cuando lancé un grito de júbilo. En la tercera de las revistas marcadas aparecía justo lo que yo necesitaba. Un amplio reportaje mostraba a una mujer tenista con un jersey claro y una especie de falda dividida, mitad la prenda de siempre, mitad pantalón ancho: algo que yo no había visto en mi vida y con toda probabilidad la mayoría de los lectores de aquella revista tampoco, a juzgar por la atención detallada que las fotografías parecían darle al equipamiento.
    El texto estaba escrito en francés y apenas pude entenderlo, pero algunas referencias destacaban repetidamente: la tenista Lili Alvarez, la diseñadora Elsa Schiaparelli, un lugar llamado Wimbledon. A pesar de la satisfacción por haber encontrado alguna referencia sobre la que trabajar, ésta pronto se vio enturbiada por una sensación de inquietud. Cerré la revista y la examiné con detenimiento. Era vieja, amarillenta. Busqué la fecha. 1931. Faltaba la contraportada, los bordes tenían manchas de humedad, algunas páginas aparecían rajadas. Empezó a invadirme la preocupación. No podía enseñar tal vejestorio a la alemana para pedir su opinión sobre el conjunto; echaría por la borda mi falsa imagen de modista exquisita de últimas tendencias. Paseé nerviosa por la casa, tratando de encontrar una salida, una estrategia: cualquier cosa que me sirviera para solventar el imprevisto. Tras traquetear incesante sobre las baldosas del pasillo varias docenas de veces, lo único que se me ocurrió fue copiar yo misma el modelo e intentarlo hacer pasar como una propuesta original mía, pero no tenía la menor idea de dibujo y el resultado habría sido tan torpe que me habría hecho descender varios peldaños en la escala de mi supuesto pedigrí. Incapaz de sosegarme, decidí una vez más recurrir a Candelaria.
    Jamila había salido: el quehacer liviano de la nueva casa le permitía constantes ratos de asueto, algo impensable en sus jornadas de dura faena en la pensión. A la caza del tiempo perdido, la joven aprovechaba aquellos momentos para echarse a la calle constantemente con la excusa de ir a hacer cualquier pequeño recado. «¿Siñorita querer Jamila va a comprar pipas?, ¿sí?» Antes de obtener una respuesta ya estaba trotando escalera abajo en busca de pipas, o de pan, o de fruta, o de nada más que aire y libertad. Arranqué las páginas de las revista, las guardé en el bolso y decidí entonces ir yo misma a La Luneta, pero al llegar no encontré a la matutera. En la casa sólo estaba la nueva sirvienta bregando en la cocina y el maestro junto a la ventana, aquejado de un fuerte catarro. Me saludó con simpatía.
    -Vaya, vaya, qué bien parece que nos va la vida desde que hemos cambiado de madriguera -dijo ironizando sobre mi nuevo aspecto.
    Apenas hice caso a sus palabras: mis urgencias eran otras.
    -¿No tendrá usted idea de por dónde para Candelaria, don Anselmo?
    -Ni la menor, hija mía; ya sabes que se pasa la vida de acá para allá, moviéndose como rabo de lagartija.
    Me retorcí los dedos nerviosa. Necesitaba encontrarla, necesitaba una solución. El maestro intuyó mi inquietud.
    -¿Te pasa algo, muchacha?
    Recurrí a él a la desesperada.
    -Usted no sabrá dibujar bien, ¿verdad?
    -¿Yo? Ni la o con un canuto. Sácame del triángulo equilátero y estoy perdido.
    No tenía la menor idea de lo que semejante cosa sería, pero igual me daba: el caso era que mi antiguo compañero de pensión tampoco podría ayudarme. Volví a retorcerme los dedos y me asomé al balcón por si veía a Candelaria regresar. Contemplé la calle llena de gente, taconeé nerviosa con un movimiento inconsciente. La voz del viejo republicano sonó a mi espalda.
    -¿Por qué no me dices qué es lo que andas buscando, por si puedo ayudarte?
    Me volví.
    -Necesito a alguien que dibuje bien para copiarme unos modelos de una revista.
    -Vete a la escuela de Bertuchi.
    -¿De quién?
    -Bertuchi, el pintor. -El gesto de mi cara le hizo partícipe de mi ignorancia-. Pero muchacha, ¿llevas tres meses en Tetuán y aún no sabes quién es el maestro Bertuchi? Mariano Bertuchi, el gran pintor de Marruecos.
    Ni sabía quién era el tal Bertuchi, ni me interesaba lo más mínimo. Lo único que yo quería era una solución urgente para mi problema.
    -¿Y él me podrá dibujar lo que necesito? -pregunté ansiosa.
    Don Anselmo soltó una risotada seguida por un ataque de bronca tos. Los tres paquetes diarios de cigarrillos Toledo le pasaban cada día una factura más negra.
    -Pero qué cosas tienes, Sirita, hija mía. Cómo va a ponerse Bertuchi a dibujarte a ti figurines. Don Mariano es un artista, un hombre volcado en su pintura, en hacer pervivir las artes tradicionales de esta tierra y en difundir la imagen de Marruecos fuera de sus fronteras, pero no es un retratista por encargo. Lo que en su escuela puedes encontrar es un buen montón de gente que te puede echar una mano; jóvenes pintores con poco quehacer, muchachas y muchachos que asisten a clases para aprender a pintar.
    -¿Y dónde está esa escuela? -pregunté mientras me ponía el sombrero y agarraba con prisa el bolso.
    -Junto a la Puerta de la Reina.
    El desconcierto de mi rostro debió de resultarle de nuevo conmovedor porque, tras otra áspera carcajada y un nuevo golpe de tos, se levantó con esfuerzo del sillón y añadió.
    -Anda, vamos, que te acompaño.
    Salimos de La Luneta y nos adentramos en el mellah, el barrio judío; atravesamos sus calles estrechas y ordenadas mientras en silencio rememoraba los pasos sin rumbo en la noche de las armas. Todo, sin embargo, parecía distinto a la luz del día, con los pequeños comercios funcionando y las casas de cambio abiertas. Accedimos después a las callejas morunas de la medina, con su entramado laberíntico en el que aún me costaba orientarme. A pesar de la altura de los tacones y de la estrechez tubular de la falda, intentaba caminar con trote presuroso sobre el empedrado. La edad y la tos, sin embargo, impedían a don Anselmo mantener mi ritmo. La edad, la tos y su incesante charla sobre el colorido y la luminosidad de las pinturas de Bertuchi, sobre sus óleos, acuarelas y plumillas, y sobre las actividades del pintor como promotor de la escuela de artes indígenas y la preparatoria de Bellas Artes.
    -¿Tú has mandado alguna carta a España desde Tetuán? -preguntó.
    Había mandado a mi madre cartas, claro que sí. Pero mucho dudaba de que, con los tiempos que corrían, éstas hubieran alcanzado su destino en Madrid.
    -Pues casi todos los sellos del Protectorado han sido impresos a partir de dibujos suyos. Imágenes de Alhucemas, Alcazarquivir, Xauen, Larache, Tetuán. Paisajes, personas, escenas de la vida cotidiana: todo sale de sus pinceles.
    Continuamos andando, él hablando, yo forzando el paso y escuchando.
    -Y los carteles y los afiches para promocionar el turismo, ¿no los has visto tampoco? No creo que en estos días aciagos que vivimos tenga nadie intención de hacer visitas de placer a Marruecos, pero el arte de Bertuchi ha sido durante años el encargado de difundir las bonanzas de esta tierra.
    Sabía a qué carteles se refería, estaban colgados por muchos sitios, a diario los veía. Estampas de Tetuán, de Ketama, de Arcila, de otros rincones de la zona. Y, debajo de ellos, la leyenda «Protectorado de la república española en Marruecos». Poco tardarían en cambiarles el nombre.
    Llegamos a nuestro destino tras una buena caminata en la que fuimos sorteando hombres y zocos, cabras y niños, chaquetas, chilabas, voces regateando, mujeres embozadas, perros y charcos, gallinas, olor a cilantro y hierbabuena, a horneo de pan y aliño de aceitunas; vida, en fin, a borbotones. La escuela se encontraba en el límite de la ciudad, en un edificio perteneciente a una antigua fortaleza colgado sobre la muralla. En su entorno había un movimiento moderado, personas jóvenes entrando y saliendo, algunos solos, otros charlando en grupo; unos con grandes carpetas bajo el brazo y otros no.
    -Hemos llegado. Aquí te dejo; voy a aprovechar el paseo para tomarme un vinito con unos amigos que viven en la Suica; últimamente salgo poco y tengo que amortizar cada visita que hago a la calle.
    -¿Y cómo hago para volver? -pregunté insegura. No había prestado la menor atención a los recovecos del camino; pensaba que el maestro haría conmigo el recorrido inverso.
    -No te preocupes, cualquiera de estos muchachos estará encantado de ayudarte. Buena suerte con tus dibujos, ya me contarás el resultado.
    Le agradecí el acompañamiento, subí los escalones y entré en el recinto. Noté varias miradas posarse de repente sobre mí; no debían de estar en aquellos días acostumbrados a la presencia de mujeres como yo en la escuela. Accedí hasta mitad de la entrada y me paré, incómoda, perdida, sin saber qué hacer ni por quién preguntar. Sin tiempo para plantearme siquiera mi siguiente paso, una voz sonó a mi espalda.
    -Vaya, vaya, mi hermosa vecina.
    Me giré sin tener la menor idea de quién podría haber pronunciado tales palabras y al hacerlo encontré al hombre joven que vivía frente a mi casa. Allí estaba, esta vez solo. Con varios kilos de más y bastante menos pelo de lo que correspondería a una edad que probablemente aún no alcanzara la treintena. No me dejó hablar siquiera. Lo agradecí, no habría sabido qué decirle.
    -Se la ve un poco despistada. ¿Puedo ayudarla?
    Era la primera vez que me dirigía la palabra. Aunque nos habíamos cruzado varias veces desde mi llegada, siempre lo había visto en compañía de su madre. En aquellos encuentros apenas habíamos musitado ninguno de los tres nada más allá que algún cortés buenas tardes. Conocía también otra vertiente de sus voces bastante menos amable: la que oía desde mi casa casi todas las noches, cuando madre e hijo se enzarzaban hasta las tantas en discusiones acaloradas y tumultuosas. Decidí ser clara con él: no tenía ningún subterfugio preparado ni manera inmediata de buscarlo.
    -Necesito a alguien que me haga unos dibujos.
    -¿Puede saberse de qué?
    Su tono no era insolente; sólo curioso. Curioso, directo y levemente amanerado. Parecía mucho más resuelto solo que en presencia de su madre.
    -Tengo unas fotografías de hace unos años y quiero que me dibujen unos figurines basados en ellas. Como ya sabrá, soy modista. Son para un modelo que debo coser para una clienta; antes tengo que mostrárselo para que lo apruebe.
    -¿Trae las fotografías con usted?
    Asentí con un breve gesto.
    -¿Me las quiere enseñar? Tal vez yo pueda ayudarla.
    Miré alrededor. No había demasiada gente, pero sí la suficiente como para resultarme incómodo hacer exposición pública de los recortes de la revista. No necesité decírselo; él mismo lo intuyó.
    -¿Salimos?
    Una vez en la calle, extraje las viejas páginas del bolso. Se las tendí sin palabras y las miró con atención.
    -Schiaparelli, la musa de los surrealistas, qué interesante. Me apasiona el surrealismo, ¿a usted no?
    No tenía la menor idea de lo que me estaba preguntando y, en cambio, me corría una prisa enorme el resolver mi problema, así que redirigí el rumbo de la conversación haciendo caso omiso a su pregunta.
    -¿Sabe quién puede hacérmelos?
    Me miró tras sus gafas de miope y sonrió sin despegar los labios.
    -¿Cree que puedo servirle yo?
    Aquella misma noche me trajo los bocetos; no imaginaba que lo hiciera tan pronto. Ya estaba preparada para dar fin al día, me había puesto el camisón y una bata larga de terciopelo que yo misma me había cosido para matar el tiempo en los días vacíos que pasé a la espera de clientas. Acababa de cenar con una bandeja en el salón y sobre ella quedaban los restos de mi frugal sustento: un racimo de uvas, un trozo de queso, un vaso de leche, unas galletas. Todo estaba en silencio y apagado, excepto una lámpara de pie prendida en una esquina. Me sorprendió que llamaran a la puerta casi a las once de la noche, me acerqué deprisa a la mirilla, curiosa y asustada a partes iguales. Cuando comprobé quién era, descorrí el cerrojo y abrí.
    -Buenas noches, querida. Espero no importunarla.
    -No se preocupe, aún estaba levantada.
    -Le traigo unas cositas -anunció dejándome entrever las cartulinas que llevaba en las manos sujetas a la espalda.
    No me las tendió, sino que las mantuvo medio ocultas mientras esperaba mi reacción. Dudé unos segundos antes de invitarle a entrar a aquella hora tan intempestiva. Él, entretanto, permaneció impasible en el umbral, con su trabajo fuera de mi vista y una sonrisa de apariencia inofensiva plasmada en la cara.
    Entendí el mensaje. No tenía intención de mostrarme ni un centímetro hasta que le dejara pasar.
    -Adelante, por favor -accedí por fin.
    -Gracias, gracias -susurró suavemente sin ocultar su satisfacción por haber logrado su objetivo. Venía con camisa y pantalón de calle y un batín de fieltro encima. Y con sus gafitas. Y con sus gestos algo afectados.
    Estudió la entrada con descaro y se adentró en el salón sin esperar a que le invitara.
    -Me gusta muchísimo su casa. Es muy airosa, muy chic.
    -Gracias, aún estoy instalándome. ¿Podría, por favor, enseñarme lo que me trae?
    No necesitó el vecino más palabras para entender que, si le había dejado entrar a aquellas horas, no era precisamente para oír sus comentarios sobre cuestiones decorativas.
    -Aquí tiene su encarguito -dijo mostrándome por fin lo que hasta entonces había mantenido oculto.
    Tres cartulinas dibujadas en lápiz y pastel mostraban desde distintos ángulos y poses a una modelo estilizada hasta lo irreal, luciendo el estrambótico modelo de la falda que no lo era. La satisfacción debió de reflejarse en mi cara de forma instantánea.
    -Asumo que los da por buenos -dijo con un punto de orgullo indisimulado.
    -Los doy por buenísimos.
    -¿Se los queda, entonces?
    -Por supuesto. Me ha sacado de un gran apuro. Dígame qué le debo, por favor.
    -Las gracias, nada más: es un regalo de bienvenida. Mamá dice que hay que ser educados con los vecinos, aunque usted a ella le gusta regulín. Creo que le parece demasiado resuelta y un poquito frivolona -apuntó irónico.
    Sonreí y una levísima corriente de sintonía pareció unirnos momentáneamente; apenas un soplo de aire que se fue como vino en cuanto oímos a la progenitora gritar a través de la puerta entreabierta el nombre de su hijo.
    -¡Fééééééé-lix! -Alargaba la e sosteniéndola como en el elástico de un tirachinas. Una vez que tensaba al máximo la primera sílaba, disparaba con fuerza la segunda-. Féééééééé-lix -repitió. Puso él entonces los ojos en blanco e hizo un exagerado ademán de desesperación.
    -No puede vivir sin mí, la pobre. Me marcho.
    La voz de grulla de la madre volvió a requerirle por tercera vez con su vocal inicial infinita.
    -Recurra a mí cuando quiera; estaré encantado de hacerle más figurines, me enloquece todo lo que venga de París. Vuelvo a la mazmorra. Buenas noches, querida.
    Cerré la puerta y me quedé un largo rato contemplando los dibujos.
    Eran realmente una preciosidad, no podría haber imaginado un resultado mejor. Aunque no fueran obra mía, aquella noche me acosté con un grato sabor de boca.
    Me levanté al día siguiente temprano; esperaba a mi clienta a las once para las primeras pruebas, pero quería ultimar todo al detalle antes de su llegada. Jamila aún no había vuelto del mercado, debía de estar a punto de hacerlo. A las once menos veinte sonó el timbre; pensé que tal vez la alemana se habría adelantado. Volvía yo a llevar el mismo traje azul marino de la vez anterior: había decidido utilizarlo para recibirla como si fuera un uniforme de trabajo, elegancia en estado de pura simplicidad. De esa manera explotaría mi vertiente profesional y disimularía que apenas tenía ropa de otoño en el armario. Ya estaba peinada, perfectamente maquillada, con mis tijeras de plata vieja colgadas del cuello. Sólo me faltaba un pequeño toque: el disfraz invisible de mujer vivida. Me lo puse presta y abrí yo misma la puerta con desparpajo. Y entonces el mundo se me cayó a los pies.
    -Buenos días, señorita -dijo la voz quitándose el sombrero-. ¿Puedo pasar?
    Tragué saliva.
    -Buenos días, comisario. Por supuesto; adelante, por favor.
    Le dirigí al salón y le ofrecí asiento. Se acercó a un sillón sin prisa, como distraído en observar la estancia a medida que avanzaba. Desplazó sus ojos con detenimiento por las elaboradas molduras de escayola del techo, por las cortinas de damasco y la gran mesa de caoba llena de revistas extranjeras. Por la antigua lámpara de araña, hermosa y espectacular, conseguida por Candelaria sabría Dios dónde, por cuánto y con qué oscuras mañas. Me noté el pulso acelerado y el estómago vuelto del revés.
    Se acomodó por fin y yo me senté enfrente, en silencio, esperando sus palabras e intentando disimular mi inquietud ante su presencia inesperada.
    -Bien, veo que las cosas marchan viento en popa.
    -Hago lo que puedo. He empezado a trabajar; ahora mismo estaba esperando a una clienta.
    -Y ¿a qué se dedica exactamente? -preguntó. De sobra conocía él la respuesta, pero por alguna razón tenía interés en que yo misma se lo hiciera saber.
    Traté de utilizar un tono neutro. No quería que me viera amedrentada y con apariencia culpable, pero tampoco tenía la intención de mostrarme ante sus ojos como la mujer excesivamente segura y resuelta que él mismo, mejor que nadie, sabía que yo no era.
    -Coso. Soy modista -dije.
    No replicó. Simplemente me miró con sus ojos punzantes y esperó a que continuara con mis explicaciones. Se las desgrané sentada recta en el borde del sofá, sin desplegar ni un atisbo de las poses del sofisticado inventario de posturas mil veces ensayado para mi nueva persona. Ni cruces de piernas espectaculares. Ni atuses airosos de melena. Ni el más leve de los pestañeos. Compostura y sosiego fue lo único que me esforcé por transmitir.
    -Ya cosía en Madrid; llevo media vida haciéndolo. Trabajé en el taller de una modista muy reputada, mi madre era oficiala en él. Aprendí mucho allí: era una casa de modas excelente y cosíamos para señoras importantes.
    -Entiendo. Un oficio muy honorable. Y ¿para quién trabaja ahora, si puede saberse?
    Volví a tragar saliva.
    -Para nadie. Para mí misma.
    Levantó las cejas con gesto de fingido asombro.
    -Y ¿puedo preguntarle cómo se las ha arreglado para montar este negocio usted sola?
    El comisario Vázquez podía ser inquisitivo hasta la muerte y duro como el acero pero, ante todo, era un señor y como tal formulaba las preguntas con una cortesía inmensa. Con cortesía aderezada con un toque de cinismo que no se esforzaba en disimular. Se le veía mucho más relajado que en sus visitas al hospital. No estaba tan tirante, tan tenso. Lástima que yo no fuera capaz de proporcionarle unas respuestas más acordes con su elegancia.
    -Me han prestado el dinero -dije simplemente.
    -Vaya, qué suerte ha tenido -ironizó-. Y ¿sería tan amable de decirme quién ha sido la persona que le ha hecho tan generoso favor?
    Creí que no iba a ser capaz, pero la respuesta me salió de la boca de manera inmediata. Inmediata y segura.
    -Candelaria.
    -¿Candelaria la matutera? -preguntó con una medio sonrisa cargada a partes iguales de sarcasmo e incredulidad.
    -La misma, sí, señor.
    -Bueno, qué interesante. Desconocía que el trapicheo diera para tanto en estos tiempos.
    Volvió a mirarme con aquellos ojos como barrenas y supe que en aquel momento mi suerte estaba en el exacto punto intermedio entre la supervivencia y el despeñamiento. Como una moneda lanzada al aire con las mismas probabilidades de caer de cara que de cruz. Como un funámbulo patoso sobre el alambre, con la mitad de las posibilidades de acabar en el suelo y exactamente las mismas de mantenerse airoso en las alturas. Como una pelota de tenis disparada por la modelo del figurín pintado por mi vecino, una pelota fallida propulsada por una grácil jugadora vestida de Schiaparelli: una bola que no cruza el campo, sino que, durante la eternidad de unos cuantos segundos, se mantiene haciendo equilibrios sobre la red antes de precipitarse a uno de los lados, dudando entre otorgar el tanto a la tenista glamurosa esbozada con trazos de pastel o a su anónima contraria. A un lado la salvación y a otro el derrumbamiento; yo en medio. Así me vi ante el comisario Vázquez aquella mañana de otoño en que su presencia vino a confirmar mis peores premoniciones. Cerré los ojos, tomé aire por la nariz. Después los abrí y hablé.
    -Mire, don Claudio: usted me aconsejó que trabajara y eso es lo que estoy haciendo. Esto es un negocio decente, no un entretenimiento pasajero ni la tapadera de algo sucio. Usted tiene mucha información sobre mí: sabe por qué estoy aquí, los motivos que causaron mi caída y las circunstancias que impiden que me pueda marchar. Pero desconoce de dónde vengo y adónde quiero ir, y ahora, si me permite un minuto, se lo voy a contar. Yo procedo de una casa humilde: mi madre me crió sola, soltera. De la existencia de mi padre, de ese padre que me dio el dinero y las joyas que en gran parte generaron mi desdicha, no tuve conocimiento hasta hace unos meses. Nunca supe de él hasta que un día, de pronto, intuyó que le iban a matar por motivos políticos y, al pararse a ajustar cuentas con su propio pasado, decidió reconocerme y legarme una parte de su herencia. Hasta entonces, sin embargo, yo no había sabido siquiera su nombre ni había disfrutado de un mísero céntimo de su fortuna. Empecé por eso a trabajar cuando apenas levantaba tres palmos del suelo: mis tareas al principio no iban más allá de hacer recados y barrer el suelo por cuatro perras siendo aún una criatura, cuando tenía la misma edad de esas niñas con el uniforme de la Milagrosa que hace sólo un rato han pasado por la calle; quizá alguna fuera su propia hija camino del colegio, de ese mundo de monjas, caligrafías y declinaciones en latín que yo nunca tuve oportunidad de conocer porque en mi casa hacía falta que aprendiera un oficio y ganara un jornal. Pero lo hice con gusto, no crea: me encantaba coser y tenía mano, así que aprendí, me esforcé, perseveré y me convertí con el tiempo en una buena costurera. Y si un día lo dejé, no fue por capricho, sino porque las cosas se pusieron difíciles en Madrid: a la luz de la situación política muchas de nuestras clientas marcharon al extranjero, aquel taller cerró y ya no hubo manera de encontrar más trabajo.
    »Yo no me he buscado problemas jamás, comisario; todo lo que me ha pasado en este último año, todos esos delitos en los que supuestamente estoy implicada, usted lo sabe bien, no se han producido por mi propia voluntad, sino porque alguien indeseable se cruzó un mal día en mi camino. Y no puede usted ni siquiera imaginarse lo que daría por borrar de mi vida la hora en que aquel canalla entró en ella, pero ya no hay marcha atrás y los problemas de él son ahora los míos, y sé que tengo que salir de ellos como sea: es mi responsabilidad y como tal la asumo. Sepa, sin embargo, que la única manera en que puedo hacerlo es cosiendo: no sirvo para más. Si usted me cierra esa puerta, si me corta esas alas, me va a estrangular porque no voy a poder dedicarme a ninguna otra cosa. Lo he intentado, pero no he encontrado a nadie dispuesto a contratarme porque nada más sé hacer. Así que le quiero pedir un favor, sólo uno: déjeme seguir con este taller y no indague más. Confíe en mí, no me hunda. El alquiler de este piso y todos los muebles que en él hay, están pagados hasta la última peseta; no he engañado a nadie para ello y nada debo en ningún sitio. Lo único que este negocio necesita es alguien que lo trabaje, y para eso estoy yo, dispuesta a dejarme en él el espinazo de noche y de día. Sólo permítame trabajar tranquila, no le crearé el menor problema, se lo juro por mi madre que es lo único que tengo. En cuanto consiga el dinero que debo en Tánger; en cuanto salde mi deuda y la guerra termine, regresaré junto a ella y no volveré a molestarle más. Pero mientras tanto, se lo ruego, comisario, no me exija más explicaciones y déjeme seguir adelante. Sólo le pido eso: que me quite el pie del cuello y no me asfixie antes de empezar porque, como lo haga, usted no va a ganar nada y yo, sin embargo, voy a perderlo todo.
    No respondió y yo tampoco añadí una palabra más; nos sostuvimos simplemente la mirada. Contra todo pronóstico, había conseguido llegar al final de mi intervención con la voz firme y el temple sereno, sin derrumbarme. Me había por fin vaciado, despojado de todo lo que me llevaba reconcomiendo tanto tiempo. Noté de pronto una fatiga inmensa. Estaba cansada de haber sido apaleada por un cretino sin escrúpulos, de los meses que llevaba viviendo con miedo, de sentirme constantemente amenazada. Cansada de cargar con una culpa tan pesada, encogida como aquellas pobres mujeres moras a las que a menudo veía caminar juntas, lentas y encorvadas, envueltas en sus jaiques y arrastrando los pies, acarreando sobre la espalda bultos y fardos de leña, racimos de dátiles, chiquillos, cántaros de barro y sacos de cal. Estaba harta de sentirme acobardada, humillada; harta de vivir de una manera tan triste en aquella tierra extraña. Cansada, harta, agotada, exhausta y, sin embargo, dispuesta a empezar a sacar las uñas para pelear por salir de mi ruina.
    Fue el comisario quien finalmente rompió el silencio. Antes se puso en pie; yo le imité, me estiré la falda, deshice con cuidado sus arrugas. Cogió él su sombrero y le dio un par de vueltas, contemplándolo concentrado. Ya no era el sombrero flexible y veraniego de unos meses atrás; ahora se trataba de un borsalino oscuro e invernal, un buen sombrero de fieltro color chocolate que giró entre los dedos como si en él estuviera la clave de sus pensamientos. Cuando terminó de moverlo, habló.
    -De acuerdo. Accedo. Si nadie me viene con algo evidente, no voy a investigar cómo se las ha ingeniado para montar todo esto. A partir de ahora la voy a dejar trabajar y sacar adelante su negocio. La voy a dejar vivir tranquila. A ver si tenemos suerte y eso nos libra de problemas a los dos.
    No dijo más ni esperó a que yo respondiera. Apenas pronunciada la última sílaba de su breve sentencia, hizo un gesto de despedida con un movimiento de la mandíbula y se encaminó hacia la puerta. A los cinco minutos llegó Frau Heinz. Qué pensamientos me pasaron por la cabeza durante el tiempo que separó ambas presencias es algo que nunca fui capaz de recordar. Sólo me queda la memoria de que, cuando la alemana llamó al timbre y yo acudí a abrir, me sentía como si me hubieran arrancado del alma el peso entero de una montaña.
    
El tiempo entre costuras
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